EL BATE ENSANGRENTADO Y EL SECRETO MORTAL QUE DESPERTÓ A LOS TRES TITANES DE MÉXICO: La Traición de mi Esposo Desató una Venganza Corporativa que Dejó a Todo el País Preguntándose si el Dinero Realmente Compra el Silencio. (Lo que Vi en Sus Ojos me Rompió, Pero lo que Hicieron mis Hermanos lo Rompió a Él para Siempre)
Soy Isabella Rivas, pero para él, para Ricardo “Rico” Montes, yo era solo un objeto inútil, un estorbo que había que quitar del camino. En ese momento, mientras el mármol frío se grababa en mi mejilla y el olor metálico de mi propia sangre me ahogaba, solo podía pensar en la ironía. Este no era el hombre con el que juré amor eterno bajo el sol de Cancún; este era un monstruo, empuñando un bate de béisbol con la furia de un demonio y la indiferencia de un extraño.
La sangre corría a borbotones por mi frente. No era una herida pequeña; era un río carmesí que se deslizaba por mi rostro, goteando sobre el impecable suelo de mármol que yo misma había elegido para nuestra casa, nuestro supuesto “hogar”. Me arrastraba, sintiendo un dolor agudo y punzante en mis costillas, intentando inútilmente hacerme una bolita, intentando desaparecer.
Rico se alzaba sobre mí. Su silueta era gigantesca, deformada por la rabia y el poder que creía tener. El bate de aluminio, que supuestamente solo usaba para jugar en el equipo de la oficina, estaba manchado. Mi sangre. Era una imagen tan surrealista y horrible que parecía sacada de la peor telenovela, pero era mi vida. Era real.
“Eres inútil”, escupió, y la frialdad de su voz fue peor que el golpe. “Valentina se merece algo mejor de lo que tú podrías darle jamás. Nos merecemos un futuro sin tu sombra.”
Valentina. La mujer por la que me había cambiado. Una ambiciosa socialité de la Colonia Roma que lo había convencido de que yo, Isabella Rivas, la hija menor y “menos activa” de una de las familias más poderosas de México, era el ancla que impedía que su ego inflara hasta el cielo. Rico creía ser un self-made man, pero todo lo que tenía, su carrera, su prestigio en la pequeña élite de nuestra ciudad, se lo debía a los contactos y al silencio de mi familia.
Esa noche, su crueldad había cruzado la línea de no retorno. La razón del estallido fue un trozo de papel. Los documentos que lo convertían en el único dueño de la casa, la propiedad que había sido un regalo de bodas de mis hermanos. Me negué a firmar. Me negué a ceder la última parte de mi dignidad, la última prueba de que yo también tenía un valor, aunque él ya no lo viera.
“¡Maldita sea, Bella! ¡Firma!”, gritó, y el eco de su voz rebotó en los altos techos.
Y entonces, el bate se alzó y bajó. No hubo duda, no hubo arrepentimiento en sus ojos. Solo la determinación brutal de un hombre que ve un obstáculo y lo elimina.
Sentí el impacto, una explosión de dolor que me robó el aliento y la conciencia por un instante. Cuando volví en mí, él seguía gritando, golpeando. Era un torbellino de puñetazos y patadas después del bate, dirigidos a mis costillas, a mis piernas. Quería que no pudiera levantarme, que no pudiera hablar.
Escuché a los vecinos. Distinguí murmullos, portazos, el sonido de las cortinas corriéndose. Sabía que nos estaban escuchando en la vecindad de clase alta, la gente que Rico tanto se esforzaba por impresionar. Pero nadie, absolutamente nadie, se atrevió a llamar a la policía. Rico era “el poderoso” de la colonia, con sus conexiones con políticos locales y su fachada de empresario exitoso. La gente le temía más de lo que les importaba una mujer siendo asesinada lentamente en su propia sala.
Cuando el silencio finalmente regresó, no fue un alivio. Fue el vacío. Yo yacía allí, un trapo roto, mi cuerpo magullado, mi alma hecha pedazos. Rico me dio una última mirada de desprecio y se fue, dejando el bate ensangrentado como una firma macabra junto a mi cuerpo.
Me desmayé. Pero incluso en la oscuridad de la inconsciencia, la última chispa de mi mente gritaba una verdad que él había olvidado en su arrogancia:
Cometió un error fatal.
Ricardo Montes, el hombre que creía haber ganado al destrozarme, había olvidado por completo quién era realmente Isabella Rivas. Había olvidado los cimientos de mi existencia, los pilares de mi vida, los que nunca me abandonarían.
Olvidó que mis tres hermanos no eran simples hermanos mayores. No.
Ellos eran Alejandro, Mateo y Santiago Rivas.
Ellos no eran protectores. Eran ejecutivos, estrategas, y, sobre todo, la justicia personificada de la familia Rivas.
Cuando mi cuerpo inconsciente fue encontrado y me llevaron de urgencia a la mejor clínica privada de la capital, la llamada llegó a Alejandro. Estaba en una junta crucial con el Presidente de una nación extranjera, pero cuando la enfermera dijo su nombre, la voz de Alex, siempre controlada, se convirtió en hielo polar.
“¿Quién le hizo esto a mi hermana?”, preguntó, y la sala de juntas se quedó en un silencio tan pesado que se podía cortar con un cuchillo.
En el momento en que la enfermera, con voz temblorosa, susurró: “Su esposo, Ricardo Montes…”, Alex no dijo ni una palabra más. Simplemente colgó, su rostro un lienzo de furia pura y aterradora.
En cuestión de horas, tres jets privados despegaron.
Todos tenían el mismo destino: el pequeño pueblo de suburbio donde Rico Montes, con su ridícula soberbia, creía ser intocable.
Rico había jugado su mano. Había usado su bate. Pero ahora, los tres tiburones de la familia Rivas se estaban moviendo. No por dinero, no por negocios. Por sangre. Y un hombre que solo creía en el poder local estaba a punto de descubrir el terror que significa enfrentar la venganza de tres titanes corporativos, unidos por el grito silencioso de su hermana menor.
Su error fue imperdonable. Mi despertar sería su juicio final. La historia de Rico Montes no iba a terminar con una simple demanda de divorcio. Iba a terminar con un colapso.
(…El resto de la historia continuará en los comentarios, detallando cómo los hermanos Rivas usaron sus imperios para desmantelar metódicamente la vida de Rico Montes, desde sus negocios hasta su reputación, y el enfrentamiento final que ocurrió en la sala del tribunal, revelando secretos oscuros que nadie esperaba…)